Por La Chica Urbana

@ChicaCronica

Capítulo 18

Ese lugar húmedo, pegajoso, que te corta la respiración, que te ahoga, que te tira un viento caluroso que no es viento y emana ese olor a goma quemada mezclado con chispa, que chilla y que aturde. Ese, que te lleva por caminos laberínticos subterráneos eternos y que conecta un lugar con otro bajo una ciudad que se apura, que corre, que apesta de autos, bocinazos y contaminación. Ese,  que en pandemia no perdió muchas de las costumbres que lo caracterizan.

El subte tiene historias tan maravillosas como desagradables, de acuerdo a quien las viva y cómo las viva. Acá y en todo el mundo. Pero acá tiene ese no sé qué, que cautiva y que repite sus formas todo el tiempo, en todos los tiempos,  y que nos encanta. ¿Somos hipnotizados por su encanto o nos encanta por costumbre?

Hoy, donde se supone que viajan sólo trabajadores esenciales, las experiencias se atraviesan con situaciones que sólo se imaginarían en una película apocalíptica o de terror, según como se la advierta. No se ven sonrisas, ni gestos amargados, sólo miradas que se develan tras las bocas cubiertas con barbijos que protegen de un virus que acecha y que desvela.

La línea amarilla sigue siendo el límite entre la vida y la muerte. Pero muchos prefieren tentar a ese abismo donde podrían caer y nunca más volver, al menos enteros como antes. Antes y ahora, esa costumbre de jugar al peligro no se detiene, como tampoco los empujones que otros te dan porque no quieren tomarse el trabajo de verte. ¿Podrá ese individuo alguna vez notar que no está solo en este mundo? ¿Podrá ese individuo entender que ese empujón te duele en el cuerpo y te atraviesa en la racionalidad?

Y ese que se para obstruyendo la puerta que te permite entrar a ese infierno, mientras otros se te adelantan pisándote la cabeza para llegar antes y no perder ese mismo vehículo que te están obligando a perder a vos por maleducados. Es maravilloso ver esas corridas que se desatan cuando llegaste primero y terminás subiendo último, sorteando cuerpos entre mínimos espacios vacíos para poder embarcarte en ese viaje de ida sin retorno.

¡Cómo se extraña ese tambalear del cuerpo! ¡Ese sonido que resuena a tempo, constante y esa inercia de los frenos! Esos bártulos que se convierten en obstáculos que se sortean para no caer al piso y quedar con la pollera como sombrero. Esas puntas de pies que se posicionan para avanzar como una bailarina clásica jugando a la rayuela… ¿Cómo se extraña? ¿De verdad?

En este surrealista presente, se delatan distancias sociales entre unos pasajeros y otros. Siempre y cuando no sea en hora pico y mientras la frecuencia de sus salidas no nos atore y nos lleve a un pasado de hacinamiento como si viajáramos en el tiempo. Esos tiempos de hombro con hombro, de piernas masculinas abiertas hasta la elongación más extrema, para ocupar más del espacio debido. y de codos ajenos incrustados en el esternón.

¡Qué difícil no estallar como un demente en un vagón pequeño repleto de gente! Donde algunos se bajan el cubre bocas para hablar por teléfono u otros se te pegan cual garrapata a un perro. ¡Córrase, hombre! ¿Qué parte de hay un virus dando vueltas no entiende, señor?

Ese transporte que sentimos como mágico, que nos lleva rápido como a Harry Potter de un mundo a otro, atravesando literalmente con nuestro cuerpo, creíamos extrañarlo hasta que rememoramos todo eso que nos hacía odiarlo. ¿Para cuándo la teletransportación? ¿Qué estamos esperando, que hagan los kilómetros de subte que prometieron?

Esperemos entonces sentados. Todos pegoteados, amontonados, luchando por sobrevivir en un mundo subterráneo donde el más rápido entra primero, el más grandote te deja sin espacio y el más alto usa tu cabeza de apoya bolso.       

Una historia en el subte