Por José Narosky.

En noviembre de 1970 y en la ciudad de Estocolmo, capital de Suecia, se estaba realizando una ceremonia que el mundo observaba con atención. Se trataba de la entrega de los Premios Nobel, que significan mucho más que un diploma y que un importante cheque a cada premiado. Y eso que la suma superaba largamente los 200 mil dolares. Aclaro que actualmente es de mas de un millon de dolares.

La gran expectativa derivaba del hecho que otorgaba –y otorga- un gran prestigio internacional. Reciben el Premio Nobel –es sabido- las figuras más destacadas mundialmente por sus aportes al progreso de la Física, Química, Literatura, Economía, Medicina y de la Paz del mundo.

Eran seis los premiados ese día, en los distintos rubros. Estaban sentados en el escenario. En la primera fila de las plateas, se observaba al rey Gustavo de Suecia, que sería quien haría entrega del valioso premio. Uno de los seis triunfadores era un hombre muy delgado. ¿Su nacionalidad?, argentino naturalizado, es decir, que lo era por elección, que lo hacía más argentino todavía.

Había nacido en Francia, en la ciudad de París. Era doctor Química. Tenía 63 años. Un rostro muy cálido, enmarcaba su figura. Su nombre: Luis Leloir. Habia obtenido el Premio Nobel de Química en octubre de 1970, que muchos años antes lograra la famosa Madame Curie y que también recibiera en medicina, 23 años antes, otro argentino, de quien Leloir no se cansaría de repetir que fue su maestro: Bernardo Houssay. Posteriormente ganaría también el premio Nobel en Medicina, el argentino César Milstein

Obligado a hablar, expresó Leloir: “Soy un hombre de investigación, de laboratorio. Es decir, que amo la soledad. Y como no la siento como tal, jamás estoy espiritualmente sólo. Además, cuantomás aislado estoy, mejor y más claramente puedo ver el mundo”.

"¿Se siente feliz por este logro?", lo interrogaba un periodista sueco. Y el doctor Leloir le respondió: “Mi felicidad no deriva de esta distinción. Pero si, me hace feliz, el reconocimiento de mi hallazgo, que quizá jugará un papel en el mejor conocimiento del organismo humano y posibilitará la curación de algunas enfermedades”.

Leí señores lectores, palabras como funcionamiento de los hidratos de carbono, su metabolismo, aislamiento de las enzimas, creación de anticuerpos. Confieso que no lo comprendí. Pero sí lo entendieron muy bien los científicos suecos que premiaron a Luis Leloir, este argentino nacido en París, que habia logrado hacer avanzar a la humanidad.

Y que Luis Leloir naciera en Francia como Gardel, o Alfonsina Storni naciera en Suiza o en Bélgica, Cortazar. Alfredo Lepera, en Brasil, a ninguno de ellos les quitó argentinidad. Porque todos, eligieron ser argentinos.

Un día 2 de diciembre de 1987, Luis Leloir estaba sentado en un sillón en el living de su departamento. Sintió mucho sueño. Entornó sus ojos y se durmió serenamente como muchas otras noches en sus largos 81 años.

Un rato después, un infarto de miocardio –había sufrido otro 6 ó 7 meses antes- transformó su sueño, en uno definitivo. La ciudadanía se conmocionó. Porque la muerte de un gran hombre no es una muerte individual.

Y así como para matar a un condor majestuoso solo basta una gota de veneno, una simple falla de su gastado corazón lo llevó al doctor Luis Leloir. Fue una persona sobria, mesurada, auténticamente modesta, como surgía de inmediato de sus guardapolvos grises, sus jeans, sus mocasines y su declarado gusto por las películas de cowboys.

Fue un hombre que tuvo mucha energía para defender su verdad y muy poca para defender su persona. Y su modestia me impulso a escribir este aforismo: "Sencillez no es simpleza".

Por J.N.