La historia de Moacir Barbosa Nascimento: el "chivo expiatorio" del Maracanazo
El arquero de Brasil fue uno de los mejores de aquella época y por eso, ocupó el arco de la selección de su país durante la realización del Mundial de 1950. La derrota en la final lo marcó para siempre.
POR G.A.
El fútbol es sin lugar a dudas un deporte muy particular, porque permite vivir todo tipo de emociones en tan sólo 90 minutos, y tan poderoso es su lugar en el mundo, que a veces puede cegar a millones de personas y condenar a alguien por un mero resultado en una cancha.
Uno de aquellos "culpables" castigados por la opinión pública ha sido Moacir Barbosa Nascimento, un arquero brasileño que tuvo un rol importante en la disputa del Mundial realizado en su nación en 1950.
Barbosa era para aquella época el mejor arquero que tenía la "canarinha", de hecho, logró ocho títulos de liga con su club, el Vasco Da Gama, además de adjudicarse el Campeonato Sudamericano de 1949 (hoy llamada Copa América) que se jugó en Brasil, con lo cual se puede decir que el guardameta estaba en su mejor momento y con el Mundial "a la vuelta de la esquina".
El 24 de junio de 1950, Brasil debutó en la cita ecuménica, a la cual Argentina no asistió por serias diferencias con la Confederación de Fútbol de ese país, ante México y en una tarde memorable, los locales golearon por 4 a 0 con muy poco aporte de un seguro Nascimento.
Cuatro días más tarde, el rival de turno fue Suiza y en un reñido cotejo, empataron en dos goles y se llevaron una unidad cada uno, en un marcador que hizo prever que a futuro podría llegar una sorpresa desagradable.
Para limpiar el mal gusto que quedó en el paladar de los brasileños aquella igual con los helvéticos, Brasil no dejó dudas y cerró su grupo venciendo a la ex Yugoslavia por 2 a 0, con otra valla invicta para Moacir.
Como en aquel entonces los seleccionados que disputaban un mundial eran muchos menos que en la actualidad (13 lo hicieron en la IV Copa Mundial de la FIFA de 1950), sólo clasificaban los primeros de cada zona e iban a un cuadrangular final.
Por lo cual, Brasil compartió grupo con España, Uruguay y Suecia, y estaba a sólo tres cotejos de consagrarse campeón del mundo por primera vez en su historia. El 9 de julio con un Ademir imparable, Brasil (que usaba camiseta blanca) vapuleó a los suecos por 7 a 1 y dió el primer paso hacia la gloria.
El segundo cotejo tuvo lugar el 13 de dicho mes ante la selección española, a la cual tampoco le tuvo compasión y la batió por 6 a 1. Mientras tanto, Uruguay ganó un cotejo y rescató un punto en el otro, y se perfilaba como el único escollo entre la Copa Jules Rimet (así se llamó hasta 1970 y era de otro formato) y las manos brasileñas.
Lo particular del asunto es que tanto Suecia como España ya estaban eliminados de poder levantar el trofeo, y la final se dirimió entre los locales, que tenían 4 puntos y los "charrúas" con 3 unidades, por lo que Brasil con sólo empatar el domingo 16 de julio en el estadio Maracaná, sería el nuevo campeón del mundo (Italia había logrado los títulos de 1934 y 1938).
Convencidos de que ya eran campeones, los brasileños cometieron el error de festejar antes de tiempo, de hecho, se dice que habían preparado camisetas, carteles y todo tipo de festejos para la culminación del encuentro.
Aquella tarde de julio, el estadio Maracaná tuvo un marco cercano a los 200 mil espectadores, que acudieron con banderas y símbolos que adujeron a su nación, a la espera del pitazo inicial del árbitro inglés George Reader para comenzar la final.
La primera etapa mostró un dominio absoluto de Brasil que no pudo quebrar la resistencia del arquero uruguayo Roque Máspoli, y por eso, los 45 minutos iniciales se fueron en blanco en el marcador.
A los dos minutos del complemento, Friaca puso en ventaja a los locales desatando el gritería de los miles de brasileños que se dieron cita en el mítico Maracaná, y todo hizo prever que la mesa estaba servida y que los locales no sólo ganarían el pleito sino que lo harían por varios tantos.
Sin embargo, el reconocido corazón de los uruguayos se activó como un despertador y herido en su orgullo, salió a buscar el empate. En el minuto 66, Juan Alberto Schiaffino estampó la igualdad dándole esperanza al conjunto uruguayo y sembrando dudas en el equipo local.
Los minutos pasaban y aquel gol uruguayo pareció hacer mella en el ánimo de Brasil, que si bien atacaba lo hacía de manera desesperada y más por inercia que por un planteo de su técnico, además el reloj también fue un aliado del conjunto blanco, ya que más allá del impacto del empate, este resultado también los convertía en campeones del mundo.
Aunque todo cambió a 11 minutos del final cuando Julio Pérez le cedió el balón a Alcides Ghiggia, éste vió que Nascimento no tenía bien cubierto el primer palo y le pateó a ese rincón. La pelota entró en un pequeño espacio entre el palo izquierdo y la silueta del guardameta, y besó las redes del fondo del arco.
Esa conversión enmudeció al estadio de manera total, y obligó a Brasil a buscar el empate de manera desesperada, ya sea pateando desde afuera del área o bien adelantando todas sus líneas.
El pitazo final de Reader dió comienzo a una leyenda del fútbol, mundial: el Maracanazo de 1950, y con ella, un duro golpe al fútbol brasileño que aún perdura hasta el día de hoy. Tras el fracaso de su selección, varias personas tomaron la drástica decisión de quitarse la vida, algunos sufrieron ataques cardíacos, otros intentaron quitar sus penas en los bares consumiendo alcohol y otros tuvieron que quemar todo el cotillón armado para la fiesta que no fue.
Tan dura fue la derrota en esa final, que Brasil dejó de usar su tradicional camiseta blanca para pasar a tener la que todos conocemos en la actualidad. Pero todo no termina allí, ya que varios jugadores fueron condenados por la sociedad local, de hecho, algunos nunca más fueron citados a la selección nacional, pero el que llevó la peor parte fue el arquero Moacir, ya que fue culpado por ser el responsable por el segundo gol de Uruguay, un castigo que perduró hasta el día de su muerte.
Luego de finalizado el mundial, Moacir dejó de jugar en la selección y más tarde en Vasco da Gama, y se terminó retirando del fútbol en 1962 por una lesión con 41 años jugando en un equipo del ascenso. A pesar de dejar el fútbol, Moacir fue condenado como un chivo expiatorio de aquella final perdida y se lo comenzó a considerar como un amuleto de mala suerte.
En 1963, mientras se renovaban los arcos del Maracaná, los gerentes del estadio le "regalaron" los arcos de aquella final al arquero, pensando que ahuyentaría la mala suerte del estadio, sin embargo, la bronca del arquero por esa acción hizo que las prendiera fuego, sólo dejando una parte como recuerdo para subastar tras su muerte.
En 1993 mientras la selección brasileña se preparaba para jugar la Copa Mundial de Estados Unidos 1994, Moacir quiso saludar a los jugadores en la concentración pero el cuerpo técnico lo tildó de "mufa" y le negó la entrada, al año siguiente Brasil volvió a ser campeón del mundo tras 24 años de sequía.
Una vez en nota para un programa deportivo dijo "llegué a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro del arco, un frío paralizante recorrió todo mi cuerpo y sentí la mirada de todo el estadio sobre mí".
En sus últimos años, el arquero esgrimió que "en Brasil la pena mayor por matar a alguien es de 30 años de cárcel. Hace casi 50 años que yo pago por un crimen que no cometí, y sigo encarcelado. La gente todavía dice que soy culpable".
Otra triste anécdota para Moacir fue un día que acudió al supermercado para comprar alimentos, y vió que un padre le dijo a un hijo "Miralo, hijo, este hombre fue quien hizo llorar a todo Brasil".
En 1997, su esposa con la que no tuvo hijos, murió a causa de un cáncer de médula ósea y Barbosa quedó solo, sin dinero, despreciado por la sociedad y sumido en una terrible depresión. El 8 de abril de 2000 el martirio del arquero brasileño terminó con la muerte a causa de un derrame cerebral en la casa de su hija adoptiva, a quien le dijo antes de morir: "No fue culpa mía, éramos once".
Nascimento fue enterrado sin la presencia de jugadores, autoridades o directivos del fútbol brasileño, solamente acompañado por algunos allegados quienes lo ayudaron a "cargar una cruz injusta" por perder una final de fútbol.